La casona de la Calle Armenia

La casa era enorme. Era más bien una casona de estilo italiano. Tenía tres dormitorios en el primer piso y un baño de dimensiones importantes. Un pequeño altillo, justo por encima de una de las habitaciones se vislumbraba desde el pasillo que daba a la escalera circular. En la planta baja, el living, inmenso, espacioso y delicado, estaba unido a través de una arcada revestida de madera con el comedor, en donde con comodidad podían ser agasajadas más de treinta personas. La cocina, pegada al patio y separada por una puerta del comedor, mantenía los rasgos antiguos de la casa, casi como si hubiera sido construida hace cinco minutos. El pequeño parque, con un césped cortado a la perfección, era ideal para disfrutar alguna que otra tarde de primavera. Bien al fondo de aquel lugar había un galpón. Todos los pisos de los ambientes eran de pinotea. Los pasillos y los escalones de la escalera tenían un mármol beige que parecía recién pulido. Las paredes mantenían el empapelado viejo, de color celeste con ribetes dorados, y la pintura de los techos y las habitaciones era de un perfecto blanco. Todo estaba radiante y brillante.
Nunca nadie había hecho una sola reforma en aquella propiedad. Hacía más de cien años que la casona estaba incólume en la calle Armenia, casi en la esquina de Güemes. En la primera década del siglo pasado había sido construida por un tal Amancio Testa. Cuando la familia Anselmi se mudó a aquella gran casa creyó que había tocado el cielo con las manos.
El padre de la familia, Ricardo, trabajaba como gerente de producción en la empresa Clerelis, una centenaria productora de alimentos, que estaba catalogada como una de las industrias argentinas que más facturaban por año. Su posición económica era inmejorable.
Su mujer siempre fue ama de casa. Mirta dedicó toda su vida a criar a Lautaro y Rodrigo, sus dos hijos gemelos y de 12 años. Malcriados y algo curiosos, eso sí. Los Anselmi habían decidido mudarse del departamento que alquilaban en Villa Urquiza, cuando Ricardo despegó en su trabajo. El sueño de la casa propia fue una realidad cuando se toparon con aquella imponente casona. La casa tenía un precio tentador. Valía unos 50 mil dólares, casi un ciento cincuenta por ciento menos de lo que podían costar otras propiedades en esa zona. Al principio dudaban de que fuera verdad. Pensaban que el lugar se caía a pedazos. Cuando entraron por primera vez se dieron cuenta que su búsqueda había terminado.
- Pero los muebles, ¿están incluidos en el precio que nos había cotizado señor Rodríguez?, preguntó con una sonrisa ancha Mirta.
- Si señora Anselmi, creí que le había dicho eso. Todos los muebles, y lo que haya dentro de la casa es suyo. La familia que vivía antes dejó algunas cosas, que no le interesaba llevar. Hace un mes aproximadamente, que se fueron de acá, respondió Rodríguez.
- ¿Esta casa la arreglaron recién, no?, interrogó la mujer.
- No. Sólo se la limpia. Como usted puede apreciar, todo está en condiciones inmejorables, retrucó el vendedor.
- Nunca vi un hogar tan impecable, siendo tan viejo y antiguo, comentó Mirta.
- Nuestros empleados son muy buenos limpiando, dijo Rodríguez.
El viernes 1 de diciembre se mudaron. Felices, relajados y excitados. Así se sentían todos en ese nuevo lugar, en ese nuevo barrio. Palermo es un barrio repleto de vida propia. Parece que sus calles respiran, que las casas disfrutan de estar allí construidas. Y esa casa estaba en el centro de Palermo.
Los primeros días se fueron acomodando de a poco. Cada uno ordenó su habitación. Tenían tanto espacio que utilizaban tres cuartos, uno para la pareja y los otros dos para los gemelos. Despacio, sin apurarse, disfrutaban su nuevo hogar como nunca lo habían hecho antes.
Unos días después de mudarse Mirta tuvo que llevar a Rodrigo al médico por un golpe que tenía en el pie. Se había lastimado jugando al fútbol. Nada importante. Lautaro quedó solo en la casa. Entonces aprovechó y empezó a curiosear todo. Es que no había tenido mucho tiempo para hacerlo. Hacía poco que estaban viviendo allí y él estaba de vacaciones. El tiempo libre le sobraba. Fue al patio y entró en el galpón del fondo. Revolvió cosas viejas, pelotas de trapo agolpadas en un rincón y herramientas de otros habitantes que habían quedado olvidadas. No encontró nada distinto de lo que se puede hallar en un galpón.
Entonces corrió a la casa y fue directo al altillo. Para poder subir, descolgó una pequeña escalera que asomaba desde la portezuela del altillo. Muy lentamente subió escalón, tras escalón. Ingresó sigilosamente su flaco cuerpo en la húmeda habitación. Se notaba que nadie había limpiado nunca allí. Parecía que ese cuarto era parte de otro hogar y no de esa casona tan limpia, acogedora y confortable.
Lautaro se aproximó a un baúl antiguo que estaba cerrado, pero sin llave. El ambiente estaba despoblado. Sólo se veía a ese mueble. Lautaro lo abrió. Encontró marcos de cuadros vacíos y unos cuantos retratos pintados a la perfección. El nene vio a decenas de personas posando de diferente forma.
Los dibujos, en blanco y negro, eran tan perfectos que parecían fotografías recién sacadas. Había nenes con sus padres; parejas solas; familias numerosas con ancianos, bebés y sirvientes; bebés durmiendo en cunas. Lo que más le llamaba la atención era la forma en la que estaban pintados aquellas obras: todos vestían prendas similares. Como si hubieran sido retratados alrededor del 1900 y todos al mismo tiempo. Las señoras usaban polleras largas, camisas con cuello largo bien oscuros, peinados altos y abultados. Los hombres vestían trajes impecables, con bastón, capa y sombrero. A los nenes se los veía con bermudas y camisas estilo marinero y a las nenas con vestidos blancos.
Lautaro sacó todo lo que estaba guardado en ese baúl. Como por arte de magia y repentinamente dentro de uno de los marcos se materializó una lámina vacía, mientras Lautaro lo sostenía. El adolescente tiró el cuadro al piso preso de un ataque de susto. Él ya no se podía mover. Lentamente y como si un imán lo atrajera, el cuadro lo tragó literalmente. El chico se esfumó por completo. Su cuerpo quedó aprisionado para siempre en aquel retrato. Su ropa se transformó en un traje de marinerito con bermudas, boina y camisa. Su jean azul, las zapatillas y la chomba que solía vestir, desaparecieron por completo. Pero al cuadro le faltaba algo. Estaba incompleto. Sólo mostraba a Lautaro parado junto a dos sillas vacías, delante de un fondo oscuro. A la obra le faltaba más gente. Los demás Anselmi.
A Mirta le pareció raro que Lautaro no estuviera esperándola, cuando llegó a su casa con Rodrigo.
-¡Lautaro!, ¿dónde estás? ¡Hijo no hagas lío!, ¡Lautaro!, llamó Mirta.
- Parece que no está mami, dijo Rodrigo.
La desesperación de esa madre estaba comenzando. Luego de buscar inútilmente por casi toda la casa, tomó el teléfono para llamar a su marido. Entonces Rodrigo nombró el ambiente olvidado.
-Mamá, no fuimos al altillo que está arriba, sugirió.
Y fueron hasta allí sin dudar. Mirta descolgó la escalera, y mientras iba subiendo los diminutos escalones, le ordenó a Rodrigo que se quedara abajo. La señora Anselmi sintió el húmedo y frío ambiente del altillo. Caminó por el crujiente piso de madera vieja, y observó en el centro del cuarto al baúl cerrado. Se aproximó a él. Lo abrió. Allí estaba el cuadro donde Lautaro había quedado atrapado. Inmóvil, su hijo estaba retratado ahí. Mirta no lo podía creer. Tiró el cuadro al suelo y amagó con correr hacia la escalera, pero algo se lo impidió. Una fuerza sobrenatural la lanzó hacia atrás. En pocos segundos un haz de luz enceguecedora la envolvió y la hizo desaparecer. El cuadro ya estaba algo más completo. Mirta vestida con una pollera y una camisa con cuello alto, estaba sentada en una silla posando para la "foto". A Lautaro se lo veía parado bien firme al lado de su madre.
Rodrigo seguía abajo. Había hecho caso a la orden materna y no había subido. Hasta que escuchó un extraño ruido que provenía del altillo. Entonces, el joven decidió subir. El resultado fue el mismo que para su madre y su hermano. Rodrigo apareció dentro del mágico cuadro. Sólo faltaba completar una silla. Ricardo Anselmi era el próximo retratado.
Cuando Ricardo llegó a su hogar notó que todo estaba más nuevo. Las paredes parecían recién pintadas, los muebles se mostraban con un lustre brilloso e intenso y los pisos de una madera que incluso olía a barniz.
- Qué raro. ¿Tan nuevo estaba el piso?, reflexionó Ricardo.
Notó los chicos y su mujer no estaban ni en sus habitaciones ni en la cocina. Pero creyó que habían salido a dar una vuelta. Siempre lo hacían. El sol recién se ponía a las ocho y todavía a las siete se podía aprovechar tranquilamente lo que quedaba del día.
Ricardo fue a la cocina. Preparó un café con leche y unas tostadas. Merendó mientras miraba algo de televisión. Alrededor de las ocho y media comenzó a preocuparse. Tomó el teléfono y marcó el celular de Mirta. El ringtone sonó estruendosamente en el primer piso.
- Tiene su celular acá, exclamó Anselmi. Fue para el patio, luego buscó algún rastro en el living, en el baño de abajo. Nada. Nadie estaba por ahí. Subió a la planta alta. Entró en cada una de las habitaciones. Pero nada. Y entonces descubrió que el celular tampoco estaba en su cuarto. Otra vez tomó su teléfono y llamó. El sonido provenía de más arriba. Del altillo. El hombre descolgó la escalera mientras el ringtone sonaba sin parar. Paso a paso ingresó en el ambiente y descubrió el aparato tirado en el piso junto al baúl. Como una suerte de círculo infinito Ricardo reiteró el proceso que realizaron su mujer y sus hijos. Abrió aquel mueble antiguo, encontró aquellos cuadros viejos y se topó con el retrato vivo de Lautaro, Rodrigo, Mirta y la silla vacía. Sus piernas quedaron fijas al suelo. Sus manos se aferraron a ese marco sin siquiera poder lanzarlo hacia un costado. Ricardo quedó sin reacción.
Otra vez aquella luz. Otra vez aquella mano invisible que sale del cuadro. Otra vez ese agujero negro que parece ser ese retrato. Y la silla se completó con la forma de Ricardo Anselmi. El cuadro ya estaba completo. "Familia Anselmi", decía un epígrafe en el costado del marco. Entonces la casa respiró. Esa juventud, esos nuevos habitantes eran su alimento. Su alma se iba nutriendo de familias, de gente, de hombres, mujeres y nenes. Su espíritu estaba intacto desde el primer día que esa casona se construyó alrededor de 1900. En total, dentro del baúl había cuarenta cuadros. Más de ciento cincuenta habitantes tuvo esa casa. Personas que para siempre iban a ser testigos de otras que abrieran aquel baúl en el futuro, cuando el vendedor Rodríguez los convenciera. La casona de la calle Armenia seguía intacta. Como si la hubieran construido hoy.

2 comentarios:

  1. Muy bien che, felicitaciones...

    PD: A cuánto estaba el metro cuadrado en Armenia y Guemes???

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  2. Hola Sandy,
    Tenes el número del vendedor Rodriguez?
    La familia Suller esta buscando mudarse y los quería contactar.
    besitos

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