Agotado

Agotado. Me sentía sensiblemente agotado. No sé si por la época del año, o porque hacía tanto tiempo que trabajaba parado, pero estaba exhausto. Los músculos entumecidos de mis piernas ya casi no me respondían.
Mi nombre es Rodrigo Vernaci. Tengo 35 años y vivo solo en un departamento de dos ambientes que alquilo, bien ubicado, cerca del trabajo y en pleno microcentro.
Nueve horas diarias, de lunes a sábado, cocino en una parrilla de mala muerte. “La esquina del vacío”, se llama inteligentemente y está ubicada en la calle Lavalle, la peatonal más multitudinaria, ruidosa y sucia de Buenos Aires.
Ese miércoles mi turno terminó a las siete. Como nunca antes, el hambre se apoderó vorazmente de mi, así que camino a mi casa, paré en un kiosco y compré un alfajor.
Al llegar, saqué el alfajor del bolso. Fui a la cocina y vertí agua en la pava para preparar unos mates. Alguien pareció haber murmurado cierta frase. Giré mi cabeza a la derecha para escuchar atento aquel susurro. Solo sentí silencio.
Mientras volcaba la yerba en el mate, oí la frase concisa, clara y transparente: “La batalla final está cerca”. El alfajor que descansaba en la mesada la había balbuceado. No tenía dudas. Abrí su envoltorio. Coloqué su cuerpo cubierto de chocolate junto a mi oreja. Nada. Ni una sola palabra. “O estoy muy cansado o me estoy volviendo loco, pero este alfajor me habló”, pensé. Y en dos bocados deglutí la golosina.
La primavera hacía sentir ya el primer calor sofocante del año. El sol, a eso de las ocho de la noche, todavía se filtraba por los pocos huecos de la persiana de mi habitación. Desde la cama, tomé el teléfono y pedí un pollo al horno. No tenía ganas de cocinar después de haber estado al lado de una parrilla todo el maldito día.
A los veinte minutos el delivery me trajo el pedido. Coloqué la comida en la mesa. Iba a empezar a cortar el suculento pollo, pero mis ojos se cerraban. No podía luchar contra tamaña somnolencia. Dejé la mesa así, y caí abrumado por el infinito agotamiento. El sueño me atrapó sin contemplación.
Al día siguiente me desperté con una sensación rara. En el ambiente todavía se sentía el aroma penetrante del pollo al horno. Me acerqué, bastante dormido y en pijama, a la cocina. En una bizarra imagen, el ex plumado caminaba por la mesada. “Debo estar alucinando”, dije en voz alta.
A los dos segundos, el pollo me atacó sin piedad con los cuchillos que uno a uno fue sacando de un cajón y lanzando hacia mi cuerpo. Como pude, me agaché para gambetear lo que volaba por el aire, hasta llegar al living. Recordé que al lado de la estufa tengo una vara de hierro, esas que sirven para remover el carbón del hogar. Entonces, tomé coraje y con todas mis fuerzas, me abalancé sobre mi enemigo, lo golpeé con aquella vara y lo hice volar por la ventana.
Salí al pasillo y por la escalera del edificio rodaron, desde los pisos de más arriba, centenares de cebollas quienes se estampaban con un impulso inusitado contra la pared. El olor ácido que reinaba en el ambiente, provocó que de mis ojos fluyera una catarata de lágrimas sin control.
Corrí por la escalera de servicio como pude, descalzo y en pijama. El malestar permanente por el ataque de las cebollas, y las lastimaduras que me dejó el pollo desquiciado, no lograron frenar mi escape.
Salí a la vereda y parecía que la gente se había evaporado. La cuadra estaba vacía. Me paré en el medio de la calle. Giré mi cabeza para la derecha. Nadie. Hacia la izquierda. Tampoco. Me pellizqué para certificar que estuviera despierto y me dolió. Entonces sentí un golpe fuerte en la cabeza. Otro. Y otro. Como una tormenta irreal, tenedores, cuchillos y cucharas caían de a miles sobre la ciudad e impactaban como misiles sobre autos, chapas y techos.
Me resguardé en un techo de tejas. A los cinco minutos paró la extraña y salvaje lluvia. El sol salió más firme e intenso. No sabía que hacer. Estaba desconcertado. Caminé sin rumbo fijo por el centro de Buenos Aires. Y entonces, comprobé que los porteños que andaban por las calles, se estaban protegiendo de algo. Noté que varias personas se agolpaban, como en una barricada de guerra, entre las mesas de los bares de la calle Lavalle. Todo parecía el escenario de una batalla entre los alimentos y los hombres. Centenares de churrascos caminantes le lanzaban piedras a la gente. Como ruedas sin control decenas de hamburguesas doble carne se lanzaban a extrema velocidad contra el que pasara por la puerta de las casas de comidas rápidas.
Mientras esquivaba las esquirlas masticables de la comida enfurecida, me encontré sin querer a una cuadra de la parrilla donde trabajo. Agachado, gambeteando pedazos de vacíos que volaban por doquier y sorteando a los chorizos y las morcillas que como balas se autodisparaban hacia los peatones incrédulos, escuché un fuerte silbido. Era una chicharra que no paraba de sonar. Cuanto más me acercaba al local, su volumen aumentaba.
Dentro de la parrilla no quedaba nadie. No estaban ni mis compañeros, ni el dueño, y los clientes habían huido seguramente espantados. La sirena se tornaba insoportable. Tapé mis oídos con las manos para atenuar aquel molesto ruido. El sonido punzante indudablemente venía de este lugar. Cuando más me acercaba al refrigerador, el ruido era más fuerte. Abrí la puerta de la cámara. Una luz brillante me cegó.
En forma instantánea el silbido se apagó. En el medio de aquella heladera flotaba una esfera de color celeste, que brillaba en toda su circunferencia. El color tan brillante que emanaba esa especie de globo aerostático en miniatura, podía hipnotizar a cualquiera. “La última batalla está llegando. Esto no es nada comparado con lo que viene. Preparáte”, ordenó con una voz latosa ese extravagante aparato.
De golpe, la luz hipnotizante inundó todo lo que me rodeaba. Y ese sonido volvió con más fuerza que antes. Ya no pude resistir más. Todo se fundió a negro.
Hoy desperté con un terrible dolor de cabeza. Abrí los ojos y estaba otra vez en mi casa. “Qué pesadilla increíble”, dije en voz alta, mientras me sentaba al borde de la cama. El sueño había sido de tal precisión que era poderosamente creíble. Todavía retumbaba en mis oídos aquel chirrido espantoso. Por eso, me senté frente a la computadora para narrar esta historia. Como un cuento onírico. Como un sueño demasiado detallista. Como una pesadilla agotadora.

3 comentarios:

  1. Me encanta ( bah, no es para tanto pero tengo que usar las frases corporativas... es por contrato, viste )

    muy bueno el nombre de la parrilla y el detalle de que las hamburguesas sean doble carne, es sabido que una hamburguesa simple no tendría la estabilidad necesaria para rodar

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  2. Gracias Ronald por tu comentario. Espero que sigas haciendo esas obras de bien que tanto hacen por una sociedad más justa. Y te dejo una sugerencia: al big mac tratá de ponerle menos de esa salsa especial que le ponés, porque está comprobado que trae acidez. Un McSaludo de tu amigo, Sandokán.

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  3. Que flash!!! comidas asesinas volando por ahí jajaja muy loco.

    Ronald, basta de pepino en las hamburguesas!!

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