Vapor Invasor

Nunca creí que los eventos se iban a desarrollar tan rápidamente. Pero sucedieron al fin y al cabo, quizás con demasiada velocidad. Es más, debo decir que soy uno de los pocos que vio cómo ocurrió todo. La invasión se expandió como un virus. Cómo un ataque sorpresa. Y nadie puro pararla. Esta es una historia donde no hay culpables. Donde todos terminamos prisioneros. Esta es la crónica de la invasión.
Vivo en Rauch, a 300 kilómetros de la Capital Federal, donde todo es tranquilo y parsimonioso. La vida, la gente, el tránsito, la ciudad. Todo se hace a un ritmo distinto al de las capitales.
El 23 de octubre de 2015 a las ocho de la noche, una lluvia torrencial se desató sobre la ciudad. Estaba cenando en mi casa una sopa caliente, ya que hacía unos días que una fuerte gripe me tenía a maltraer. De golpe escuché un estruendo parecido a cuando una roca impacta desde la altura contra el suelo. Corrí al patio y caminé unos pocos pasos hasta que encontré un pozo de unos 15 metros de diámetro.
En el centro del agujero había un aparato extraño. Era una esfera de un material que se asemejaba al metal. Repentinamente, se partió a la mitad, y de su interior se elevó lentamente un vapor denso y blanco que poco a poco fue cubriendo todo el lugar. Me alejé todo lo que pude y corrí hasta mi casa.
La primera sensación fue de estupor. No sabía que hacer. Entonces decidí escapar. Tomé mi billetera, las llaves de mi camioneta y mi celular. Me subí a mi Ford F100 modelo 95' y aceleré todo lo que pude.
Aquel vapor se hacía cada vez más espeso y se expandía por toda la avenida, entre las gotas cada vez más gruesas de aquella lluvia torrencial. Recordé, sin proponérmelo, mi fanatismo por ciertas películas e historias de ciencia ficción. Me vinieron a la cabeza, en forma de video clip, imágenes de películas como La Niebla, La invasión de los usurpadores de cuerpos o El pueblo de los Malditos, donde en casi todas, un poblado de reducida capacidad demográfica es atacado por extraterrestres de formas diferentes. También se confundieron en mi mente las viñetas de la historieta argentina El Eternauta, en la que Buenos Aires sufría una cruenta invasión de seres de otro planeta. Parecía estar viviendo algo parecido a estas historias.
El resfrío no me dejaba respirar muy bien. La tos imparable era cada vez más ruidosa y mocosa. Mientras manejaba hacia la ciudad, el pueblo estaba preso de la inmovilidad absoluta. El denso vapor se iba adueñando de las calles, del paisaje y de la gente. Cada minuto que pasaba más hombres y mujeres quedaban paralizados sin explicación. El humo se les introducía en su cuerpo y los transformaba en estatuas vivientes. No tenían reflejos. No se movían. Ni siquiera parpadeaban.
Frené justo frente al Banco Nación. Entré al bar que está en la esquina y busqué a mi hermana, que trabajaba ahí.
- Julia, tenemos que irnos de acá. Hay que escapar a otro lugar ahora, grité.
- Pero Rodolfo, ¿te volviste loco?, preguntó ella.
- No estoy loco, nos están atacando. Cayó algo del cielo que es imposible de describir. La gente se está quedando inmóvil por la calle. Hay que irnos de la ciudad ya, dije.
- Dejáte de hinchar hermano, reprochó.
Entonces por debajo de la puerta del bar el vapor circuló hacia adentro sin freno. Las pocas personas que estaban tomando algo se quedaron congeladas. En breves segundos, el lugar se cubrió casi en su totalidad con aquel espeso humo. Corrí con mi hermana hacia la puerta lateral, para salir a la calle. El vapor nos perseguía, pero no nos llegaba a alcanzar.
En instantes la Avenida San Martín quedó completamente anulada por el humo. Con nuestras remeras nos tapamos la nariz y aguantamos la respiración. Entramos en la camioneta y arranqué. A gran velocidad, logré llegar al limite de la ciudad. Frené y volteé mi cabeza para entender algo más de la locura que estaba viviendo.
Entonces comprendí que Rauch se estaba transformado en un pueblo inmóvil. La gente que caminaba por la calle se había paralizado por el vapor invasor.
- No entiendo nada, ¿qué pasa Rodolfo?, preguntó desesperada Julia.
- Nos están inmovilizando. Son extraterrestres Julia. Yo vi el aparato que tienen de donde sale esa niebla. Hay que seguir escapando, agregué.
La camioneta circulaba a una velocidad inusitada para ella. Al acelerador lo hundí hasta el fondo. El camino estaba despejado de automóviles y de bruma. No había rastros de aquel vapor intoxicante.
Circulé por la Ruta 30, que une a Rauch con la ciudad de Las Flores, para dejar atrás aquella pesadilla y también para tratar de encontrar alguna respuesta. La lluvia era incesante y yo no paraba de toser.
Desde que era chico siempre tuve la condena de sufrir incansablemente de tos crónica. Las gripes fuertes se me manifestaban generalmente en épocas húmedas. Se me tapaba la nariz y tosía sin parar. Ese día no era la excepción.
Mientras más nos alejábamos con la camioneta, notábamos que el vapor inundaba sin contemplaciones a Rauch. Cuando estábamos bastante lejos de la ciudad todavía se notaba la espesa y gruesa niebla que cubría a todas las casas, las calles y la vegetación del lugar. El pueblo entero había quedado aprisionado en esa cárcel humeante. Todos nuestros amigos, compañeros de trabajo y vecinos se habían transformado en estatuas de aquella intoxicante nube extraterrestre.
Luego de unos ochenta kilómetros de recorrido, se me presentó un dilema, justo en la bifurcación del camino de la ruta 30 con la ruta 3. Allí tenía la posibilidad de seguir por esta última o bien para el sur, camino a Bahía Blanca, o para el norte, con dirección a Buenos Aires. Elegí esta opción. El horizonte parecía bastante despejado y sólo se veían nubes comunes. No parecía haber rastros de la niebla temida.
Frené para cargar combustible en una estación de servicio ubicada al borde de la entrada a Las Flores. El aire estaba limpio y ya había dejado de llover. Podía sentir al oxígeno entrando en mis pulmones, a pesar de mis limitaciones para respirar. En el bar de la estación había poca gente. Ninguna de esas personas se imaginaba lo que pasaba. La calma pueblerina se percibía claramente. Esa calma que dicen algunos siempre antecede a un desastre.
Después de haber llenado el tanque, encendí el motor. Transité diez metros por la ruta y sentí un fuerte zumbido que venía del cielo. Frené el vehículo y bajamos. Entonces fuimos testigos de una destrucción colosal.
Una nueva esfera impactó violentamente contra aquella estación de servicio, generando una explosión de grandes dimensiones. En pocos segundos el aparato alienígena comenzó su proceso de control del área circundante. El vapor flotó incansablemente por la atmósfera de Las Flores y se dirigió peligrosamente a nosotros.
Volvimos a entrar a mi camioneta y nos escapamos raudamente. El haber observado con privilegio este ataque me hizo comprender, entonces, la mecánica que los invasores tenían para dominarnos. Ellos lanzaban la esfera directamente al centro del poblado. Luego el aparato se abría a la mitad. De adentro brotaba el vapor, que comenzaba a circular por toda la extensión del lugar, logrando crear una especie de cárcel virtual para sus habitantes, quienes quedaban completamente inmovilizados. Fuera del perímetro del área atacada, el vapor no continuaba con su curso.
La situación era escalofriante. Si nos quedábamos en alguna ciudad donde ese humo blanco hubiera invadido todo, éramos presa de caza de aquella neblina maldita, que se nos iba a filtrar en nuestro cuerpo como un parásito. Para peor, la falta de información era torturante. No teníamos ni idea qué ocurría en otros lugares. La radio no funcionaba y sólo emitía estática. El celular no tenía señal. No sabíamos si aquellas personas sin movilidad por el ataque se morían o desaparecían.
Seguimos transitando los poco más de cien kilómetros que nos faltaban para llegar a Buenos Aires a toda velocidad. De no ser por algún camión que cada tanto venía por el lado contrario, éramos los únicos que estábamos pisando aquel camino.
Casi al llegar a la ciudad de San Miguel del Monte, la situación se terminó de complicar. Recosté la F100 al costado de la banquina. Era imposible creer lo que estaba ocurriendo. Julia bajó de la camioneta y yo me quedé paralizado con el volante entre mis manos.
Una nave, se aproximó lentamente al pueblo. El aparato sobrevoló unos diez segundos la zona y frenó, justo en el centro de la ciudad. La pared de vapor lo rodeaba todo. Nuestra posición para observar la devastadora situación era inmejorable. De pronto, se abrió una puerta circular del centro de la gran nave. Entonces esa abertura escupió una tenue luz rosa, la cual se expandió por todo el lugar. En cinco minutos la población fue abducida por aquel objeto volador. Luego, la nave cerró su compuerta redonda y lentamente ascendió a la estratósfera.
Creí que todo era una oscura pesadilla de ciencia ficción. La realidad no podía mostrarse tan inverosímil. Por un instante pensé en retroceder. Pero era inútil. Otras naves espaciales estarían atacando a Tandil, Las Flores y Rauch, como lo estaban haciendo con San Miguel del Monte. Imaginaba también que una gran nave estaba provocando la misma destrucción en Buenos Aires.
- No podemos volver para atrás. Tenemos que seguir adelante, con la esperanza de que ya no vuelvan más, argumenté.
- Si hermano. Hagamos lo que vos digas, respondió Julia en voz baja y con los ojos llorosos.
Entonces, tomé el volante con la misma fuerza de antes, pisé una vez más el acelerador a fondo y me dirigí en línea recta a aquella pared virtual que rodeaba a San Miguel del Monte.
Al atravesar el muro ficticio, noté que la niebla se escurría velozmente por las hendijas de las ventanillas de mi camioneta. Julia aguantó la respiración todo lo que pudo. Mi vehículo circulaba a más de 120 kilómetros por hora a través de la ruta. Aquel parásito invasor seguía introduciéndose sin freno dentro de la camioneta. Y Julia no aguantó más. Al tomar una gran bocanada de aire, quedó inmóvil. Frené y desesperado traté de reanimarla. Le pegué, le grité, la moví. Nada. No logré despertarla de ese trance. Ella había sido paralizada por el invasor.
Ese resfrío que me perseguía desde siempre fue mi salvación. Gracias a él, el vapor no lograba dominarme. Era el único hombre que tenía movilidad en una ciudad sacudida por la barbarie extraterrestre. Sabía que si el invasor mantenía aquella prisión de humo, era porque otra nave iba a aproximarse en cualquier momento. No tenía mucho más tiempo.
Entonces salí definitivamente de la camioneta. Corrí por la calle buscando algún refugio. Parecía que el tiempo se había detenido: los pocos habitantes que había, estaban congelados. Observé un depósito que estaba abandonado y con una de sus puertas sin llave. Entré en aquel galpón. Había una diminuta oficina con un cuaderno de anotaciones, un teléfono y una computadora bastante vieja. Tomé una birome del escritorio y aquel anotador, y comencé a escribir esta crónica.
No sé si alguien va a leer esto alguna vez. Seguramente cuando lo haga yo ya no estaré más aquí. Mi intención es dejar un registro escrito de lo que ocurrió. Explicar que nadie tuvo la culpa de la invasión. Que todo sucedió en forma repentina y sin aviso. Que todos fuimos presos de ese inmundo vapor. Siento que mis piernas ya no se mueven. Mi resfrío está cediendo. El humo está lentamente entrando en mis pulmones. Casi no puedo mover mis manos. Ya soy prisionero del vapor invasor.
Miércoles 18 de Junio de 2025. Informe Clasificado 1.555/25 del Ministerio de Defensa de la República Argentina. Comisión de Seguimiento Histórico de la Guerra contra El Alienígena. Fojas 1.Transcripción literal del manuscrito encontrado en el área donde se produjo el primer ataque extraterrestre que tuvo el país. Se desconoce el apellido del autor, y sólo se sabe que su nombre de pila era Rodolfo. A través del escrito se comprobó fehacientemente cómo operaron los invasores, antes de que se desatara la primera batalla, y cómo se los podía enfrentar. No hubo sobrevivientes en aquella zona.

La casona de la Calle Armenia

La casa era enorme. Era más bien una casona de estilo italiano. Tenía tres dormitorios en el primer piso y un baño de dimensiones importantes. Un pequeño altillo, justo por encima de una de las habitaciones se vislumbraba desde el pasillo que daba a la escalera circular. En la planta baja, el living, inmenso, espacioso y delicado, estaba unido a través de una arcada revestida de madera con el comedor, en donde con comodidad podían ser agasajadas más de treinta personas. La cocina, pegada al patio y separada por una puerta del comedor, mantenía los rasgos antiguos de la casa, casi como si hubiera sido construida hace cinco minutos. El pequeño parque, con un césped cortado a la perfección, era ideal para disfrutar alguna que otra tarde de primavera. Bien al fondo de aquel lugar había un galpón. Todos los pisos de los ambientes eran de pinotea. Los pasillos y los escalones de la escalera tenían un mármol beige que parecía recién pulido. Las paredes mantenían el empapelado viejo, de color celeste con ribetes dorados, y la pintura de los techos y las habitaciones era de un perfecto blanco. Todo estaba radiante y brillante.
Nunca nadie había hecho una sola reforma en aquella propiedad. Hacía más de cien años que la casona estaba incólume en la calle Armenia, casi en la esquina de Güemes. En la primera década del siglo pasado había sido construida por un tal Amancio Testa. Cuando la familia Anselmi se mudó a aquella gran casa creyó que había tocado el cielo con las manos.
El padre de la familia, Ricardo, trabajaba como gerente de producción en la empresa Clerelis, una centenaria productora de alimentos, que estaba catalogada como una de las industrias argentinas que más facturaban por año. Su posición económica era inmejorable.
Su mujer siempre fue ama de casa. Mirta dedicó toda su vida a criar a Lautaro y Rodrigo, sus dos hijos gemelos y de 12 años. Malcriados y algo curiosos, eso sí. Los Anselmi habían decidido mudarse del departamento que alquilaban en Villa Urquiza, cuando Ricardo despegó en su trabajo. El sueño de la casa propia fue una realidad cuando se toparon con aquella imponente casona. La casa tenía un precio tentador. Valía unos 50 mil dólares, casi un ciento cincuenta por ciento menos de lo que podían costar otras propiedades en esa zona. Al principio dudaban de que fuera verdad. Pensaban que el lugar se caía a pedazos. Cuando entraron por primera vez se dieron cuenta que su búsqueda había terminado.
- Pero los muebles, ¿están incluidos en el precio que nos había cotizado señor Rodríguez?, preguntó con una sonrisa ancha Mirta.
- Si señora Anselmi, creí que le había dicho eso. Todos los muebles, y lo que haya dentro de la casa es suyo. La familia que vivía antes dejó algunas cosas, que no le interesaba llevar. Hace un mes aproximadamente, que se fueron de acá, respondió Rodríguez.
- ¿Esta casa la arreglaron recién, no?, interrogó la mujer.
- No. Sólo se la limpia. Como usted puede apreciar, todo está en condiciones inmejorables, retrucó el vendedor.
- Nunca vi un hogar tan impecable, siendo tan viejo y antiguo, comentó Mirta.
- Nuestros empleados son muy buenos limpiando, dijo Rodríguez.
El viernes 1 de diciembre se mudaron. Felices, relajados y excitados. Así se sentían todos en ese nuevo lugar, en ese nuevo barrio. Palermo es un barrio repleto de vida propia. Parece que sus calles respiran, que las casas disfrutan de estar allí construidas. Y esa casa estaba en el centro de Palermo.
Los primeros días se fueron acomodando de a poco. Cada uno ordenó su habitación. Tenían tanto espacio que utilizaban tres cuartos, uno para la pareja y los otros dos para los gemelos. Despacio, sin apurarse, disfrutaban su nuevo hogar como nunca lo habían hecho antes.
Unos días después de mudarse Mirta tuvo que llevar a Rodrigo al médico por un golpe que tenía en el pie. Se había lastimado jugando al fútbol. Nada importante. Lautaro quedó solo en la casa. Entonces aprovechó y empezó a curiosear todo. Es que no había tenido mucho tiempo para hacerlo. Hacía poco que estaban viviendo allí y él estaba de vacaciones. El tiempo libre le sobraba. Fue al patio y entró en el galpón del fondo. Revolvió cosas viejas, pelotas de trapo agolpadas en un rincón y herramientas de otros habitantes que habían quedado olvidadas. No encontró nada distinto de lo que se puede hallar en un galpón.
Entonces corrió a la casa y fue directo al altillo. Para poder subir, descolgó una pequeña escalera que asomaba desde la portezuela del altillo. Muy lentamente subió escalón, tras escalón. Ingresó sigilosamente su flaco cuerpo en la húmeda habitación. Se notaba que nadie había limpiado nunca allí. Parecía que ese cuarto era parte de otro hogar y no de esa casona tan limpia, acogedora y confortable.
Lautaro se aproximó a un baúl antiguo que estaba cerrado, pero sin llave. El ambiente estaba despoblado. Sólo se veía a ese mueble. Lautaro lo abrió. Encontró marcos de cuadros vacíos y unos cuantos retratos pintados a la perfección. El nene vio a decenas de personas posando de diferente forma.
Los dibujos, en blanco y negro, eran tan perfectos que parecían fotografías recién sacadas. Había nenes con sus padres; parejas solas; familias numerosas con ancianos, bebés y sirvientes; bebés durmiendo en cunas. Lo que más le llamaba la atención era la forma en la que estaban pintados aquellas obras: todos vestían prendas similares. Como si hubieran sido retratados alrededor del 1900 y todos al mismo tiempo. Las señoras usaban polleras largas, camisas con cuello largo bien oscuros, peinados altos y abultados. Los hombres vestían trajes impecables, con bastón, capa y sombrero. A los nenes se los veía con bermudas y camisas estilo marinero y a las nenas con vestidos blancos.
Lautaro sacó todo lo que estaba guardado en ese baúl. Como por arte de magia y repentinamente dentro de uno de los marcos se materializó una lámina vacía, mientras Lautaro lo sostenía. El adolescente tiró el cuadro al piso preso de un ataque de susto. Él ya no se podía mover. Lentamente y como si un imán lo atrajera, el cuadro lo tragó literalmente. El chico se esfumó por completo. Su cuerpo quedó aprisionado para siempre en aquel retrato. Su ropa se transformó en un traje de marinerito con bermudas, boina y camisa. Su jean azul, las zapatillas y la chomba que solía vestir, desaparecieron por completo. Pero al cuadro le faltaba algo. Estaba incompleto. Sólo mostraba a Lautaro parado junto a dos sillas vacías, delante de un fondo oscuro. A la obra le faltaba más gente. Los demás Anselmi.
A Mirta le pareció raro que Lautaro no estuviera esperándola, cuando llegó a su casa con Rodrigo.
-¡Lautaro!, ¿dónde estás? ¡Hijo no hagas lío!, ¡Lautaro!, llamó Mirta.
- Parece que no está mami, dijo Rodrigo.
La desesperación de esa madre estaba comenzando. Luego de buscar inútilmente por casi toda la casa, tomó el teléfono para llamar a su marido. Entonces Rodrigo nombró el ambiente olvidado.
-Mamá, no fuimos al altillo que está arriba, sugirió.
Y fueron hasta allí sin dudar. Mirta descolgó la escalera, y mientras iba subiendo los diminutos escalones, le ordenó a Rodrigo que se quedara abajo. La señora Anselmi sintió el húmedo y frío ambiente del altillo. Caminó por el crujiente piso de madera vieja, y observó en el centro del cuarto al baúl cerrado. Se aproximó a él. Lo abrió. Allí estaba el cuadro donde Lautaro había quedado atrapado. Inmóvil, su hijo estaba retratado ahí. Mirta no lo podía creer. Tiró el cuadro al suelo y amagó con correr hacia la escalera, pero algo se lo impidió. Una fuerza sobrenatural la lanzó hacia atrás. En pocos segundos un haz de luz enceguecedora la envolvió y la hizo desaparecer. El cuadro ya estaba algo más completo. Mirta vestida con una pollera y una camisa con cuello alto, estaba sentada en una silla posando para la "foto". A Lautaro se lo veía parado bien firme al lado de su madre.
Rodrigo seguía abajo. Había hecho caso a la orden materna y no había subido. Hasta que escuchó un extraño ruido que provenía del altillo. Entonces, el joven decidió subir. El resultado fue el mismo que para su madre y su hermano. Rodrigo apareció dentro del mágico cuadro. Sólo faltaba completar una silla. Ricardo Anselmi era el próximo retratado.
Cuando Ricardo llegó a su hogar notó que todo estaba más nuevo. Las paredes parecían recién pintadas, los muebles se mostraban con un lustre brilloso e intenso y los pisos de una madera que incluso olía a barniz.
- Qué raro. ¿Tan nuevo estaba el piso?, reflexionó Ricardo.
Notó los chicos y su mujer no estaban ni en sus habitaciones ni en la cocina. Pero creyó que habían salido a dar una vuelta. Siempre lo hacían. El sol recién se ponía a las ocho y todavía a las siete se podía aprovechar tranquilamente lo que quedaba del día.
Ricardo fue a la cocina. Preparó un café con leche y unas tostadas. Merendó mientras miraba algo de televisión. Alrededor de las ocho y media comenzó a preocuparse. Tomó el teléfono y marcó el celular de Mirta. El ringtone sonó estruendosamente en el primer piso.
- Tiene su celular acá, exclamó Anselmi. Fue para el patio, luego buscó algún rastro en el living, en el baño de abajo. Nada. Nadie estaba por ahí. Subió a la planta alta. Entró en cada una de las habitaciones. Pero nada. Y entonces descubrió que el celular tampoco estaba en su cuarto. Otra vez tomó su teléfono y llamó. El sonido provenía de más arriba. Del altillo. El hombre descolgó la escalera mientras el ringtone sonaba sin parar. Paso a paso ingresó en el ambiente y descubrió el aparato tirado en el piso junto al baúl. Como una suerte de círculo infinito Ricardo reiteró el proceso que realizaron su mujer y sus hijos. Abrió aquel mueble antiguo, encontró aquellos cuadros viejos y se topó con el retrato vivo de Lautaro, Rodrigo, Mirta y la silla vacía. Sus piernas quedaron fijas al suelo. Sus manos se aferraron a ese marco sin siquiera poder lanzarlo hacia un costado. Ricardo quedó sin reacción.
Otra vez aquella luz. Otra vez aquella mano invisible que sale del cuadro. Otra vez ese agujero negro que parece ser ese retrato. Y la silla se completó con la forma de Ricardo Anselmi. El cuadro ya estaba completo. "Familia Anselmi", decía un epígrafe en el costado del marco. Entonces la casa respiró. Esa juventud, esos nuevos habitantes eran su alimento. Su alma se iba nutriendo de familias, de gente, de hombres, mujeres y nenes. Su espíritu estaba intacto desde el primer día que esa casona se construyó alrededor de 1900. En total, dentro del baúl había cuarenta cuadros. Más de ciento cincuenta habitantes tuvo esa casa. Personas que para siempre iban a ser testigos de otras que abrieran aquel baúl en el futuro, cuando el vendedor Rodríguez los convenciera. La casona de la calle Armenia seguía intacta. Como si la hubieran construido hoy.