Regla Torcida

La regla que se me presentó cuando nací fue diferente a la de los demás. Desde el mismo momento en que abrí los ojos todo iba a ser difícil, complicado y a contramano. Literalmente.
No puedo caminar de frente. Sólo puedo hacerlo de espaldas. Yo voy al revés de los demás. 
No sé por qué. Nunca hubo una explicación científica ante semejante contrariedad física. Mis padres me llevaron a ver miles de médicos para descubrir qué es lo que me pasaba, pero nunca descubrieron cuál era el problema. 
Visité traumatólogos, neurólogos, pediatras y  hasta curanderos: nunca pudieron sacar una conclusión médica exacta sobre mi enfermedad.
Ni hablar de una cura.
Los primeros años de mi infancia, mi madre se volvía loca para que pudiera caminar. Claro, en lugar de ir para un lado, necesitaba mover mis piernas hacia atrás. Nadie entendía lo que me ocurría.
El ir de espaldas, el moverme hacia atrás desde chico, logró que todo lo hiciera al revés. Todos mis movimientos son a contramano de lo que la gente hace.
Yo lucho. Siempre trato de ir para adelante, pero la inercia es muy fuerte y potente. No es la misma inercia que hace que una persona vaya hacia adelante, sino la inercia torcida. Una inercia promiscua y altanera, que no intenta enderezarme, sino complicarme.
Nadie entiende como hago para caminar al revés, para pensar al revés, para dormir al revés, todo este tiempo. Llevo treinta y cinco años haciéndolo. Ya estoy cansado y todo se me hace cada vez más complicado. 
Se me torna insoportable caminar recto y derecho por la vereda, cuando no estoy acostumbrado, cuando mi cuerpo está amoldado a caminar de otra forma. 
La gente que está alrededor mío ya ni me observa. Mis amigos me dejan ser como soy. Saben que soy diferente y me toman así. El verdadero problema lo tengo con la gente que no me conoce. Con las personas que me ven por la calle. 
- ¿No le hace mal a la salud caminar todo el tiempo para el otro lado? ¿Le deben doler los pies?, me preguntó una vez un joven asombrado por la calle.
- Si yo caminara como vos estaría todo el día dolorido, contesté.
Pero con el tiempo, con los años el problema no solo radica en caminar al revés. Todos mis movimientos están regidos por una unidad de criterio que nada tiene que ver con lo que se conoce como normal. Cuando leo el diario empiezo por la última página. Cuando veo una película la tengo que ver al revés. El final de un libro es lo primero que leo. 
Esta es la razón principal por la cual nunca intenté tener pareja. ¿Qué chica le va a prestar atención a un hombre que está siempre haciendo todo de atrás para adelante? ¿Quién va a querer estar con alguien que no puede estar yendo del principio hacia el final pero sí busca el final desesperadamente al principio? Ninguna. Por eso decidí no tratar de intimar con ninguna mujer en mi vida.
El día que empecé a trabajar en la oficina, me obligué a empezar por el comienzo y a ordenar mi cerebro. No sé cómo lo logré, pero desde hace un par de años lo hice. Me cuesta horrores, pero me obligo a tratar de hacer todo como la mayoría, aunque a veces caigo en la normalidad de mi propia regla y sigo al revés.
Pero ese lunes, todo cambió. El edificio donde funciona la oficina donde trabajo contrató una nueva recepcionista. Ese día de marzo, al ver a Claudia, no pude resistir. Y avancé.
- Hola. ¿Cómo andás?, dije
- Bien, ¿y vos?, contestó ella con una sonrisa esplendorosa.
- Yo muy bien. Pero ahora que hablo con vos, creo que estoy mejor, lancé casi sin registrar lo que había dicho.
- Muchas gracias. Sos muy amable, respondió justo antes de que sonara el teléfono que ella tenía que atender. 
Entonces me fui a mi box y la dejé trabajando. En ese momento noté que había roto con un maleficio. Le había hablado a una mujer librado de cualquier pensamiento sobre mis movimientos. 
Claudia me cambió la vida. Al verla ese lunes supe que algo en mi cerebro había cambiado. Que mi constante problema de movilizarme hacia atrás estaba teniendo un respiro. Cuando pensaba en ella, todo lo que antes estaba al revés, ahora empezaba a ponerse derecho.
Ya no tenía que hacer un esfuerzo descomunal para levantarme, lavarme los dientes, leer el diario, cambiar de canal con el control remoto, subir al colectivo, entrar en el subte. 
Todas las tareas cotidianas que hace una persona, antes de conocer a Claudia, siempre me costaron más que a cualquier ser vivo.
Parecía que mi problema se había esfumado. 
Con solo verla, mi cerebro cambiaba la regla torcida: iba al derecho y no más al revés.
Un martes, luego de unos días de experimentar estas nuevas sensaciones, me la crucé en la línea B del subte. No tan abarrotado de gente como otros días, yo estaba fundido en mis pensamientos hacia ella, cuando de golpe, apareció en primer plano.
- Hola Emiliano. Qué raro encontrarte por acá a esta hora, dijo con su vocecita.
Sí. Es que era extraño estar en ese vagón. Justo había tenido que realizar unos trámites antes de entrar a trabajar, y de casualidad tuve que tomar en la estación Carlos Gardel, aquella línea. Era raro, pero nada es casual.
- Una linda casualidad, respondí.
Durante las tres o cuatro estaciones en las que compartimos el viaje, ella me contaba que se sentía muy cómoda en el trabajo. Que la hacían pasar el tiempo bien, que en el último empleo que había tenido sus compañeros no eran tan buenos como los nuevos que ella tenía.
- Si salís a las 6 te invito a tomar un café, dije antes que pudiera pensar la frase.
Por unos segundos creí que no iba a responder nada. Que todo iba a volver a la normalidad y que me iba a rechazar. Que otra vez iba a tener que pensar en por qué hago todo al revés, de por qué empiezo por el final, de por qué camino de espaldas, de por qué mi cerebro tiene que actuar como una imagen en negativo.
Esos instantes, breves segundos antes de su respuesta, fueron eternos. Esa casualidad de encontrarme fortuitamente con ella en ese vagón, sin que hubiera nadie, sin proponerlo, ni pensarlo, me ponía en un punto de no retorno.
Lo que le había propuesto era mi cura o mi condena. Ella era mi medicina. Si aceptaba, mi cerebro iba a pensar tanto en ella, en su cercanía, en su compañía, que todo se iba a enderezar de una buena vez. Si no lo hacía, era el principio del fin. Todo iba a volver a ser como hace unos días. El martirio de vivir al revés, de caminar de espaldas, de ir en contra de la normalidad cerebral.
- Bueno, pero te aviso que prefiero el capuccino al café con leche, respondió y sonrió.
Una nueva vida comenzaba. La regla que se me presentó cuando nací, cambió. La alteré. Mi cura fue ella y ahora ya no voy más a contramano.

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